"Adiós bacota, adiós", por Alberto Enguix

"Adiós bacota, adiós", por Alberto Enguix

Estoy al borde del mar, en una arenosa y desolada playa muy cerca del faro Punta Médanos, al sur de Mar de Ajó. El agua está anormalmente verdosa hoy, debido a que se ha aclarado, despojándose de su habitual tono marrón, luego de un par de días de persistente viento del sudeste –ahora muy suave-, y las aguas se encaminan a la bajamar. Una notoria línea de rompientes, a unos 150 metros, marca la cresta del primer banco o lomo de arena y un pozón paralelo a la costa seca, no muy profundo, la separa de mí; esta primer canaleta se delata porque la espuma de las rompientes del mencionado banco se disuelve como por arte de magia sobre ella, y apenas se insinúa luego en la propia orilla, en donde me encuentro.

Hace un rato la vadeé con el agua casi a los hombros y la caña horizontal en andas al tope de mis brazos estirados en lo alto; trepé a continuación el lomo de espuma y, ya más emergido del mar, aunque salpicado por las rompientes, pude lanzar en la segunda vaguada, bastante más alejada de la ribera, un pesado aparejo para tiburón, encarnado con media lisa. Allí, cerca de la espuma, plena de oxigenación, suelen merodear hermosos bacotas. A veces, cuando llegamos a la zona muy temprano y con el Sol saliendo del horizonte y mar sereno, las crestas de las olas dejan transparentar allá a la distancia las ominosas siluetas de los escualos que patrullan a un metro o menos de distancia de la superficie. Una vez efectuado el lance he retornado a la playa, soltando sedal paso tras paso, y ahora, con muy escasa reserva del mismo en el reel, espero la mordida de alguno de ellos.

Ya sé que estoy jugado a perder, porque esto hará problemática la lucha si se prende alguna bestia de 50 kilos o más. Precisamente anteayer pude dominar y encallar en la arena seca a un macho de un porte parecido, tras una hora y pico de dura contienda, y mucha, mucha suerte de parte mía.

Emilio, un jovencito cerca de mí, mientras tanto estrena un reel 4/0, mucho más pesado y fuerte que el que yo uso habitualmente; se lo acabo de vender con algo de culpa, porque sabía que, cargado hasta el tope con nylon del 70, bien podía dominar a un gran escualo, pero lo que no lograría fácilmente es colocar, con un equipo tan poco ágil, la carnada bien lejos, en lo profundo de la segunda canaleta, en donde merodean los escualos.

De las dos opciones, ninguna de las cuales es ideal, prefiero la mía, usando caña y reel livianos, capaces de lograr distancia –ergo, profundidad-, y por consiguiente un probable pique. Dominar luego a un robusto escualo con tan poca reserva de sedal, ya sería cuestión de mucha suerte y alguna habilidad. Si el anzuelo se le inserta en la comisura de las mandíbulas, agarrate Catalina, pero si se lo traga o se clava en el medio de la inferior, yo tendré una chance más favorable en la lucha que sobrevendría.

Pasa un buen rato y, de repente, percibo una fugaz disparada del nylon, el que fluye del reel gracias a que he dejado la estrella del freno abierta, libre. Bajo la puntera de la caña hasta casi tocar la arena, el corazón como redoble de tambor y la respiración contenida, y me apresto a dar un cañazo de aquellos tan pronto intuya que el tiburón, que en estos momentos sin duda está llevando la carnada entre sus dientes, se dispone a engullirla. Y así ocurre.

El golpe de caña es respondido con una fuerte vibración y súbito estiramiento de los ciento y pico metros de nylon desplegados y, como una explosión, sigue la violenta corrida en profundidad, mar afuera. Recurro al freno, moderado, con el pulgar protegido por un dedal de cuero presionando el borde del carrete, dado que el embrague del pequeño reel no soportaría directamente un rush prolongado. El escualo se detiene, pero gira y se desplaza transversalmente de izquierda a derecha. Buen augurio. Eso me permite caminar por la playa acompañando la salida de nylon, y de esta forma consume menos de mis escasos, casi miserables, metros de reserva en el reel. Menos mal que el bicho decidió no seguir rumbo al África en su disparada inicial.

Dos o tres corcoveos más, allá lejos y bien en el fondo, me llegan como mazazos en la punta de los casi cuatro metros de la Harnell, mientras regulo con cuidado el frenado para no comprometer a mi nylon del 45. Sorprendentemente, ahora el bicho, por lo visto cansado, es impulsado por las rompientes en dirección a la playa.

Ya lo tengo en la primera canaleta y vislumbro el triunfo, porque ahora puedo recuperar bastante línea a fuerza de manivela accionada vertiginosamente, recargando el reel. Además las corridas –con la aleta dorsal sobresaliendo del agua, al mejor estilo Spielberg- ya son mucho más cortas y lentas.

Por fin logro acercarlo tanto que, tras una sincronizada maniobra con una ola más alta que las otras que llegaba a la arena seca, queda fuera del agua. Una hembra de menos de dos metros. Sacarle el anzuelo –pinza mediante, claro- y reenviarla a su hogar me toman apenas unos instantes.

Emilio, a todo esto, me mira embriagado por una envidia que le sale por los ojos, mientras yo me siento como responsable de su falta de pique, en vez de alegrarme por mi captura, en un áspero conflicto interno. Le aconsejo recoger y cambiar la carnada, cosa que asimismo hago con la mía, que obviamente ha quedado reducida a un colgajo informe. Nuevamente vadeamos (mientras trato de no pensar si algún bacota andará merodeando en las cercanías), escalamos dificultosamente el lomo entre las rompientes, efectuamos el lanzamiento y retornamos a la arena seca, empuñando de inmediato la caña en posición horizontal y el índice derecho con el tenso nylon justo en su yema.

Un buen rato después después recibo un toque insignificante. Pero parece haber soltado la carnada casi de inmediato. Segundos de tensión y nada. Luego otro toquecito. Otro abandono. Con los nervios crispados, se lo voy comentando en voz baja a Emilio, que está como petrificado al lado mío, con mi garganta seca por la angustia. Tengo (¡otra vez!) un tiburcio allá en la distancia, y es un desconfiado: muerde y suelta repetidas veces.

Luego de interminables momentos, siento por la fuerte vibración que traga el bocado, clavo violentamente con la caña y, no recibiendo en seguida una respuesta de huida, sino todo lo contrario, como indiferencia del pez, en tan fatal instante es cuando un tonto sentimiento de pena culpable me embarga y le digo a Emilio: “-TOMÁ LA CAÑA, ANDÁ, SACALO VOS”.

Al entregársela, el inexperto Emilio atropelladamente aferra con su mano derecha al mismo tiempo la empuñadura y el tenso nylon que emerge del reel, justo en el momento en que el bacota inicia un rush a mil mar adentro. Grita, suelta todo y pliega su cuerpo de dolor sobre la palma de la mano surcada por el profundo corte que le inflinge el nylon. La caña, abandonada ahora sobre la arena, comienza a ser remolcada hacia el mar y yo atino a pisar el mango mientras histéricamente, de bruces, manoteo la estrella del freno del reel para aliviarlo.

En un segundo me doy cuenta de mi error. Creyéndome un sabiondo, desestimé el mensaje de ese pique tan dilatado y receloso. Solamente los grandes tiburones, con sus muchos años de experiencia, son tan quisquillosos al tomar una carnada. No en vano han vivido tanto. Y este es muy, pero muy grande. A una inaudita velocidad me va vaciando el carretel, sin que el frenado adicional del pulgar ‘enguantado’ que le aplico siquiera lo perturbe, al tiempo en que me incorporo a medias, sentándome en la arena con las piernas abiertas y extendidas y los talones clavados en la playa. El embrague del freno del pobre Squidder brama, aúlla como nunca, tal vez a punto de explotar, y la pequeña bobina gira vertiginosa e imparable.

Súbitamente se detiene. En seco. Mal augurio. Las grandes bestias son así, ladinas. Ahora ya sé, tarde por desgracia, que mi rival se vuelve sobre sus pasos y va a morder fieramente la línea, cosa que logra al instante, a pesar que rebobino nylon tan rápido como puedo. O tal vez una parte del sedal se ha rozado contra el fondo de afiladísimas conchillas en una cresta. Por un breve instante retomo la tensión de la línea, pero de golpe el corte y la brusca aflojada me hacen voltear de espaldas sobre la arena. Se ha ido. Nunca más. Si tan sólo me hubiera dedicado a trabajarlo, a cansarlo ni bien tragó la carnada, y no hubiera perdido preciosos momentos delegando la caña en Emilio, el resultado tal vez habría sido diferente.

Dicen que la letra con sangre entra. Yo, desde entonces -60 años atrás-, sé cómo distinguir a un escualo de, tal vez, arriba de los cien kilos de un juvenil de 20. Porque los grandes tocan la carnada con parsimonia y recelo, y si uno los apura desconfían y se van. Nunca debería volver a equivocarme tan groseramente. Sin embargo años después, embarcado frente a la isla de Lobos, un (presunto) y enorme escalandrún volvió a jugarme otra mala pasada, pero tal iniquidad será motivo de un posterior relato porque demostró que a mí un fracaso no me resulta suficiente, de manera que al parecer siempre puedo ser capaz de cometer errores similares a los que me llevaron a él y, como decía Einstein, no esperemos obtener resultados distintos si reiteramos el proceder previo.

Alberto Enguix

 

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