Alberto Enguix

Alberto Enguix

"Pesca mágica", por Alberto Enguix

Era un slogan muy popular en los medios gráficos y radiales y en la recientemente inaugurada TV Canal 7 (de riguroso blanco y negro, resaltado por los voluminosos televisores Capehart, sí, esos, los de las puertitas): “Tome Toddy todos los días”. Los chicos de todo el pais siguen, embobados, el consejo y la bebida está de rigurosa moda. Colateralmente mi amigo Luis, con ingenio, acaba de encontrar una aplicación impensada para el producto: lo embebe en miga de pan para alimentar a sus miles de lombrices. Diluido con leche y agua, claro.

Porque Luis es “mayorista lombricero”, todo un industrial en momentos en que, por el intenso pique, la Costanera Norte de Buenos Aires es una fiesta. Vale la pena remembrar aquellos tiempos, en los que los reinaban por abrumadora mayoría los “pioleros”, reyes del hilo de algodón retorcido (algunos tan sofisticados que hasta los bañaban en tanino, cuyo color marrón intenso permitía distinguirlos aún desde lejos). Estos émulos de Patoruzú revoleaban por sobre sus cabezas no las boleadoras, sino sus espineles de 5 o más anzuelos coronados con una robusta tuerca de durmiente ferroviario o, los más pudientes, una bola de plomo de 200 o 300 gramos, en un operativo que imponía a sus vecinos pescadores un preventivo cuerpo a tierra generalizado.

Siguiendo con Luis, por esos tiempos en los fondos de su casa, en San Martín, se había adueñado de un sector de jardín para convertirlo en un gran procreadero de lombrices, para espanto y repugnancia de su madre y hermanas. A escala masiva, la empresa de Luis ocupaba a gran cantidad de minoristas, desperdigados en las extensas veredas frente al pequeño Aeroparque de aquellos tiempos, quienes comercializan sus anélidos bien ensopados en aserrín; gracias al petardo alimenticio, son rojas y vitales viboritas, todo un manjar para armados y bagres. El reparto y reposición, en especial para el pico del fin de semana, obliga a Luis a dos y hasta tres maratónicas rondas en su bicicleta, de esas con la rueda de adelante pequeñita y la canasta encima.

Pero los refinados paladares de los pejerreyes invernales no las aceptan, no las toman, prefiriendo “las de gallinero”, rosadas y chiquitas, que comercializa, aunque en mucho más reducida extensión, la competencia. Desde luego, estos anélidos no toman Toddy. Mal negocio. Un fracaso. Cuando llegan los fríos, y con ellos los pejerreyes, Luis no vende nada. Los especialistas cañeros, algo así como la antítesis de los pioleros, le dan la espalda al producto de Luis.

A mí tampoco me va mejor con la promoción de mi “carnarina”, el aserrín residual –carne, nervios, hueso- que le queda a la sierra eléctrica de la carnicería de mi papá. En verano atraía multitud de mojarritas, y tras ellas los apetecibles dorados, y dentro de un rulero plástico a fondo, cerca de la plomada, era un imán irresistible para bagres, armados y demás fauna de cuero. Debería también ser una ceba muy atractiva para los pejerreyes rioplatenses pero, misterio indevelable, estos peces la ignoran. Otro fracaso invernal.

Decidimos que algo habría que hacer. Tal vez en las lagunas. Sin haber ido nunca a San Miguel del Monte, un espejo palustre en donde vox populi la pesca de pejerreyes es inaudita, Luis y yo decidimos asociar nuestras frustraciones y testear allí lombrices y ceba. No contamos con asesoramiento alguno, de modo que la excursión es como un salto al vacío, sin conocer los lugares más rendidores, ni la profundidad de las brazoladas, ni nada de eso. Si alguien, entre los muchos que consultamos, sabía algo, se cuidó mucho de transmitirlo. En fin, un tiro al aire.

Un sábado muy temprano, casi de noche, ya en el tren, notamos que, salvo la explicable excepción del guarda, todos los demás son “del gremio”, delatados por sus cañas enfundadas. Además, incomprensibles, por la premura con que se lanzan masivamente al andén en Monte, cuando aún no se ha detenido el convoy y salen corriendo hacia la laguna como si los persiguiera Satán ¿Es que no pueden contener sus ansias de pesca?

No, nada de eso. Se trata de una cacería de embarcaciones. Cuando bajamos nosotros, ya no quedaba bote alguno en alquiler, de modo que tenemos que perder más de una hora bordeando la ribera a pie hasta hallar uno de madera, por supuesto en estado deplorable. Posee la rara particularidad de flotar en una laguna -Monte, claro-, creando adentro otra laguna de uso exclusivo para Luis y yo. Tras pagar por anticipado el alquiler, y dejar nuestras cédulas de identidad en garantía, forcejeamos como galeotes para deslizar el barreminas hasta la laguna.

Cuando finalmente remamos hacia el interior del espejo acuático, ya hace rato que los expertos se han diseminado anclando cerca de las costas, de modo que fondeamos sin ton ni son en cualquier lugar, solitarios, cerca del medio, para no molestar a los que ya están, y con las brazoladas en cualquier profundidad. Somos el monumento a la ignorancia.

Cambiando un par de veces de lugar, finalmente cosechamos entre los dos 20 dentudos grandes y 20 pejerreyes de lindo tamaño, pero lejos de las expectativas que nos habían creado los rumores. Pensamos que, ahora sí, ni nuestra ceba ni nuestras lombrices tendrán un futuro económico asegurado. Está, al parecer, demostrado inapelablemente. De modo que, ya de tarde, nos dirigimos cabizbajos al club y pedimos café con leche y medialunas, haciendo tiempo hasta la llegada del tren.

En eso estamos cuando empiezan a llegar los sabios lugareños y los popes foráneos y, mientras se muestran sus cosechas, se confunden en abrazos y alabanzas mutuas, algunas a voz en cuello. Ha sido un gran día, seguro. Intrigado, masticando rabia, me acerco a uno de los bolsos más elogiados, espiando subrepticiamente su contenido. Y me quedo alelado. Una docena de juveniles. Me animo a mirar otra canasta cercana. Un puñado de pequeñitos, seguramente extraídos de la mismísima Casa Cuna del Pejerrey.

Atónito, entonces lo mando a Luis a mirar otro balde, y al ser sorprendido en pleno espionaje, levantando el repasador, sólo atina a decir, yo diría imprudentemente,…”-PERO NOSOTROS SACAMOS MUCHOS MÁS…-y, desgranando las palabras, casi en un grito, les clava la puñalada trapera- ¡Y MÁS GRANDES!” Conmoción generalizada. Todos vienen a ver nuestro bolso y exclamaban “-¡FANTÁSTICO! ¡INCREÍBLE!”, y no cesan de interrogarnos: “-¿ADÓNDE FUERON? ¿ CON QUÉ CARNADA? ¿CEBARON?”. Y cunde el estupor cuando contamos lo que habíamos usado: viboritas y huesos molidos; ah, fondeados en cualquier parte y con los anzuelos en cualquier profundidad.

Sin explicación racional alguna, finalmente convenimos con Luis en que la ecuación es la siguiente: un fracaso, sumado a un fracaso, igual a un éxito. La pesca es así. Mágica. A veces rondando el absurdo. Y, por favor, no busquemos alguna otra explicación. Está de más.

Alberto Enguix

 

"Bombarderos japoneses", por Alberto Enguix

Para un pescador deportivo, un auténtico cañero digamos, espineles, redes y trampas son consideradas como artes de captura sacrílegas, San Clemente, 1953pero hay que reconocer que la humanidad las viene usando con propósitos alimenticios (y porqué no pecuniarios), desde los albores de la civilización, y de hecho muchísimos pueblos se han y se siguen nutriendo hoy mismo con el producto logrado con esas cosechadoras ícticas a escala industrial.

De entre sus múltiples variantes se conoce como trasmallo a una larga y estrecha red rectangular plana, de poca altura, en medio de la cual se ha cosido una especie de ancha y prolongada bolsa, como una media, de malla o trama más fina, llamada copo. De sus cuatro bordes el largo superior tiene boyas plásticas o de corcho a intervalos regulares, y el inferior lleva esparcidos trozos de plomo; en ambos extremos, sensiblemente más cortos, sendos palos rígidos, maniobrados verticalmente, sirven no solo para extenderla de arriba a abajo, sino para remolcarla o amarrarla a la costa o bien anclarla al fondo acuático.

Puede actuar en forma pasiva entonces, sujeta e inmóvil por esos extremos cortos , o bien ser accionada como un colador por la acción de un grupo humano que transita por la orilla o en las aguas cercanas a ella, de poca profundidad, mientras el otro extremo se confía a los más fuertes y buenos nadadores, porque la mueven lejos de la costa, donde apenas hacen pie.

Franco, un hombrote cálido y locuaz, oriundo de los pagos del Tuyú, sabe mucho acerca de trasmallos y, siendo yo un jovencito ávido de conocimientos, me transmite –allá lejos y hace tiempo, tal lo que titulara Guillermo Hudson- muchos de sus secretos. Por ejemplo, pasando el trasmallo en la manera tradicional, paralelo a la costa, los lances deben ser siempre a contra corriente, justo lo que demanda el mayor esfuerzo del equipo de pescadores.

La razón es que, arreados los peces por los laterales planos de la red -los batidores-, finalmente se encaminan al copo central, desde el cual les resulta casi imposible escapar. Por lo tanto, al llevar el trasmallo contra la corriente, a los peces les cuesta mucho remontarla para adelantarse al mismo y recuperar su libertad. En el mar, me dice Franco, solamente las burriquetas suelen tener la fortaleza y velocidad para lograrlo; casi todos los demás terminan enredados en el copo, y de ahí van a la sartén, al chupín o a la empanada.

Excepción, las lisas, que siempre se fugan del trasmallo de Franco y de sus colegas de la manera más burlona que se puede uno imaginar: saltando por arriba de los batidores. Y esta evasión aérea, una y otra vez, la repiten en el ultimísimo minuto, cuando ya la red está en la playa seca. La rabia que provoca esta estrategia no tiene límites y mi papá, uno de los entusiastas rederos, también participa de esa frustración. Ya en la orilla, al abrir el copo, no queda siquiera una sola lisa; varias decenas se acaban de escapar ante las mismísimas narices de todos.

En San Clemente hay, cerca de donde veraneamos, un invernadero atendido por varias familias floricultoras japonesas que apenas si hablan castellano. Cierto día, uno de los chicos de ellos, que a veces me provee carnadas para mi caña, me lleva hasta el furgón que acababa de llegar desde Punta Rasa, donde habían estado usando su trasmallo. Con enorme sorpresa noto dos grandes cajones llenos de lisas.

Le cuento a mi papá y él, de puro intrigado –y chusma-, les pide a los floristas que lo inviten cuando vayan de vuelta a pescar lisas. Le dicen que sí, y que la paga consistirá en una ecuánime distribución de la pesca entre los rederos que accionen el trasmallo. De modo que, llegado el momento, yo voy con mi caña y mi papá -en el mundo opuesto- se une a los pescadores de red, camino a la ría aledaña.

Emplean varios autos formando un grupo muy locuaz (desde luego intraducible), donde abundan las mujeres y los niños. Supongo que se trata de una especie de camping familiar: los hombres a cinchar y el resto de sus familias, al ocio y la diversión.

Craso error.

En el primer lance pasan la red en las aguas barrosas de la bahía, esquivando o pisando docenas, qué digo, miles de cangrejos, a contra corriente. Mientras, mujeres y niños caminan por la costa seca acompañando la redada con la vista. Luego de un tiempo, el que oficia como jefe da una orden, y el grupo de aguas adentro comienza a adelantarse al otro, girando hacia la playa en una maniobra envolvente.

En cuanto están todos con el agua a la cintura y a la par, comienzan a salir tan rápido como pueden del agua. Hasta ahí, nada novedoso. Yo sé que, en segundos apenas, el agua entre los batidores va a ir agitándose cada vez más –las lisas, por supuesto- y que a continuación comenzarán los saltos acrobáticos, y una a una se les van a escapar.

Pero no ocurre así. Mientras los hombres sacan cada vez más hacia tierra los batidores, y más revoltijo se arma entre ellos, las mujeres y los chicos se acercan, metiéndose en el agua y, con inesperado frenesí, comienzan a recoger ininterrumpidamente arena y barro del fondo, a sus pies, formando pelotas con las que bombardean densa y furiosamente el interior de la red. Todo esto acompañado con un infernal griterío, como si fuera un malón amarillo o una síntesis de las legendarias hordas de Zeros de Yamamoto en Pearl Harbour vociferando ¡tora, tora, tora!.

Tan grande es la conmoción que originan, que apenas una o dos lisas alcanzan a saltar, y creo que ni siquiera pudieron franquear la red hacia afuera. La actividad bombardera se incrementa, si puede decirse, a medida que la red va quedando casi en seco.

Cuando por fin el copo descansa al aire libre, a centímetros del agua, rebosa de lisas en loco alboroto. Mi papá y yo no salimos de nuestro asombro y admiración ¡Eso sí que es un juego de equipo! Ingeniosos y envalentonados, los nipones repiten las redadas unas cuantas veces más, siempre cosechando montones de lisas. Incluso se dan el lujo de devolver al agua toda otra especie, excepto los lenguados y los pejerreyes. Tontos no son, está claro.

Despuès de esta experiencia, con frecuencia veo a los aficionados veraneantes que pasan sus trasmallos y me resulta divertido que, una y otra vez, tropiecen con la misma piedra: mientras van cerrando la red, y cuando ya gritan eufóricos anticipando la exitosa redada, las traviesas lisas les hacen pito catalán saltando en el ultimísimo minuto cual misiles plateados, y dejándolos burlados e impotentes. Eso sí, cornalitos, roncadoras y hasta algún gatuzo, sin dejar de mencionar más de un cangrejo, les quedan como premio consuelo, como diéndoles “seguí participando”.

En secreto, y conteniendo a duras penas la sonrisa, me pongo del lado de ellas y las aliento, agradeciéndoles por el buen momento que me hacen pasar. Al mismo tiempo, con un equipo de caña y frontal sumamente liviano y lanzando dentro de la primera canaleta, capturo unas cuantas burriquetas, que demuestran una vez más que nada tienen que envidiarle a las bogas en lo que respecta a lucha sin cuartel –kilo por kilo aún más que las mismísimas corvinas-, y todo esto ante la vista decepcionada de los esforzados trasmalleros, incapaces de lograr siquiera una (y ni hablar de las lisas, desde luego), aunque reiteradamente y con impunidad pasen ciegamente su artilugio barriendo mi coto de pesca, obligándome a levantar la línea mientras los bendigo, por supuesto no con mis mejores deseos de salud, paz y prosperidad.

Qué otra cosa puedo hacer sino divertirme con ellos y su cansadora, reiterada y obcecada frustración. Es una faceta que llevo dentro de mí, oculta, como si el inefable Jaimito fuera mi otro yo.

Alberto Enguix

 

Nota del Autor

Estamos hablando de 1952 o 1953, cuando San Clemente era una sucesión de médanos enormes que atropellaban en dos o tres horas a las pocas casas de material que había, al punto de llegar hasta su azotea y desbordarla incluso del lado de barlovento (que era el viento que había motorizado a las dunas), y ojo, las calles eran de arena, los sulkys-taxis tenían gomas de automóvil por tal causa y el camping del ACA, con una lluvia fuerte, se inundaba a punto de terror). Pero había un cine, al que íbamos cada uno con su banquito y una linterna, porque no había alumbrado público y volver de noche podía ser una experiencia digna de recordar en plena oscuridad, de haber luna nueva o nublado total. El camino desde la ruta 2 era de una sola trocha, de auténtica tierra, de modo que un aguacero fuerte era suficiente como para incomunicar a San Clemente por un par de días, aunque era práctica bastante común cortar alambrados y baypasear los tramos intransitables. Los micros Río de la Plata y Solmar, que hacían el servicio de pasajeros y encomiendas llevaban siempre a bordo una cizalla a tal fin, y si había vuelta encontrada en la ruta embarrada y no se disponía de cuartas de caballos a tal fin (de alguna estancia cercana), cada cual disponía de media huella, aunque imagínate que si no se trataba de un jeep, o un Chevrolet canadiense de la guerra, los 4x4 no eran habituales. Pero pescábamos unas corvinas negras de 20 y hasta 35 kilos con reeles Pescador 223 o 350 y nylon del .60. Lo “normal” eran de 9 a 15 kilos. Valía la pena ir a veranear allí, a pesar de las privaciones.

"Ayer", por Alberto Enguix

“-NOOO, NO SALE NADA. HOY NO HAY NI PARA CARNADA. UN DESASTRE. ¡TENDRÍA QUE HABER ESTADO AYER!… QUÉ DÍA, CHE, SI, SE CANSARON, SE PUDRIERON DE PESCAR. Y NADA DE CHIQUITOS ¿EH?...ASÍ –extiende las manos como abrazando una columna del Partenón, mientras pone los ojos en blanco-, ASÍ DE GRANDES…DÍGAME ¿POR QUÉ NO VINO AYER A PESCAR, EH, POR QUÉ NO ESTUVO ACÁ?.”

El guía de pesca me reta por haber llegado “hoy” y no “ayer”. Hay un sádico, enfermizo regodeo en machacármelo. La pesca furibunda fué, exactamente, “ayer”. “Hoy” ya no, qué pena por usted. Internamente, el muy morboso goza lo indecible, mientras escudriña de reojo mi frustración.

Ya conozco el tema. No importa si fue en Bariloche, en Mar del Plata o en Chascomús: si quería pescar, mi obligación, mi oportunismo, era haber llegado ayer. “Hoy, mire lo que es la pesca, no sale ni un pomo”.

Fomento del turismo, le dicen. Tal vez una intriga, una confabulación de hoteleros, guías y agencias de viajes. Se echa a rodar un rumor en el ambiente –“bla, bla, bla, en tal o cual pesquero están haciendo cosechas inconcebibles, bla, bla, bla”- y allá vamos los pescadictos, ilusos incorregibles, con bolsas tamaño consorcio que esperamos reventar con pescados.

Y ante el escaso o nulo pique registrado cuando finalmente arribamos, siempre habrá excusas más o menos potables. Igual, no importa si las creemos o no. Las lluvias, el Niño, la luna llena, las heladas, un terremoto en las islas de Bali, los pesticidas ¿vió?. Y nosotros seguimos tragándonos el mismo anzuelo, una y otra vez. Nunca aprendemos. Siempre comiendo vidrio.

Cierta vez, allá (tan lejos en el tiempo) por 1965, el chimento vino telefónicamente, generado in situ (léase San Pedro, casi sobre el Paraná) por un buen amigo local: “-CHEEE, ACÁ, VOS NI TE IMAGINÁS…PEJERREYES A PALADAS…BRUTOS MATUNGOS…VENÍ QUE NO TE VAS A ARREPENTIR…”.

Llego allá en un par de días, de tarde, y lo primero que hago, antes de ponerme en contacto con mi amigo local, es ir a la dársena, justo cuando regresan los botes con los pescadores que han salido temprano en la mañana. Me muestran su cosecha: unos cuantos cornalitos, algunos dentudos, un par de sardinas. Caras cansadas, largas, miradas elusivas. Sin que se lo exija, se excusan porque “-AYER FUE EL GRAN PIQUE…EN CAMBIO…HOY…USTED SABE LO QUE ES LA PESCA ¿NO?”.

Sin esperanzas ya, recorro otros botes. Lo mismo, poco y nada. “-SE FUE EL PESCE, DON. HASTA AYER, DE TODO. E LA SETTIMANA PASATA, UHHHH, ¡MAMMA MIA!.” En italiano chantapufi o en castellano es lo mismo. Lo sé muy bien, quieren decirme “-¿PERO CÓMO SE LE OCURRE VENIR HOY, JUSTAMENTE HOY QUE NO HAY UN MISERABLE PIQUE, EH? Refunfuñando, me acuesto temprano, porque mañana voy a madrugar. Esta película ya la vi otras veces.

Salimos con mi amigo al mando de su canoa isleña, en plena oscuridad, en medio de la bruma y del frío penetrante, húmedo, insoportable. Avanza suavemente mientras el Villa hace plop, plop, plop, hasta fondear, una hora después, en un rumoroso remanso del Paraná. Sin embargo, bastan unos pocos minutos para darnos cuenta, en medio de nuestra sorpresa, de que hoy es ayer.

El pique de pejerreyes es intensísimo, delirante. Salen dobletes y hasta tripletes. A veces, pocas, de a uno. Nuestro bote flota sobre un espeso colchón de fornidas flechas de plata. A las dos de la tarde, exhaustos, dejamos un momento las cañas para engullir un sandwich –es el primer bocado que podemos atacar-, con un gran cajón desbordado hasta tapizar el piso por completo con matungos tamaño familiar.

Las líneas han quedado en el agua, desatendidas, mientras comentamos, eufóricos, que es difícil recordar una jornada más productiva. En eso estamos, distendidos, cuando de pronto explota un gran borbollón, un flash amarillo anaranjado. “¿-QUÉ, VISTE ESO, VOS LO VISTE?”

Manoteamos las cañas, que ya se iban por la borda arrastradas por ignotas fuerzas, y casi no damos crédito a lo que ocurre. Ha aparecido un cardumen de dorados hambrientos y agresivos, y aunque no tenemos en nuestras cajas aparejos adecuados con leader de acero que impida el corte por los filosos dientes, la fiesta consiste en enganchar cinco sucesivos, sacar uno y perder cuatro, y vuelta a repetir la serie, hasta agotar los anzuelos. ¡Y en esas aguas heladas!

La cacería se prolonga, y las frágiles cañas de pejerrey se ven sometidas a un castigo para el cual no están diseñadas. Hay que maniobrar con el reel y ser extremadamente prudentes. Algunos dorados, antes de cortar, se sumergen por debajo del bote. Es un delirio. Perdemos muchos, pero logramos izar algunos, tomándolos de las fauces abiertas con una pinza, porque no tenemos bichero y el copo de red liviano para el pejerrey ha quedado destruido tras intentar cobrar con él los primeros de ellos.

El festival de saltos y destellos amarillos en el aire se extiende por unos cuantos momentos más y, de pronto, como si respondiera a una orden superior, la troupe de áureos malabaristas con escamas se desvanece, como tragados por los remansos.

Agotados, llegamos de noche al embarcadero (somos los últimos) y guardamos nuestra pesca en una heladera comercial del restaurante, donde hay otras canastas pertenecientes a nuestros colegas. Todas tienen pejerreyes a granel, confirmando que éste ha sido un gran día, pero nosotros somos los únicos que, además, tenemos unos cuantos -y grandes- peces de oro.

A la tarde siguiente, al volver del río, mientras acomodamos la nueva pesca en la heladera, curiosos y pescadores nos preguntan, intrigados, por nuestra inusual cosecha, que brilla con tonalidades inconfundibles en medio de las canastas repletas de flechas de plata. Es mi oportunidad, la tan ansiada revancha. Nunca se repetirá este sublime momento, y no debo desperdiciarlo. “-¿QUÉ, ÉSTOS? -respondo cansinamente, con estudiada indiferencia- AH, NO, CHE, NO, NO SALIERON HOY.” Hago un largo silencio, adrede, manteniendo el suspenso… “–A-Y-E-R SALIERON, AYEEEEER”.

En lo profundo de mí, filosofo: “-Ayer, por fin, fue ayer”. Algún día tenía que ser así.

"Castigo divino", por Alberto Enguix

El socio Alberto Enguix, quien fuera colaborador de la revista Weekend, nos comparte esta nota inédita que a más de un pescador con generosidad arrepentida le resultará reconocible. A disfrutar de su lectura:

 

Castigo divino, por Alberto Enguix

Ya han pasado más de sesenta años de esto. Pero lo recuerdo nítidamente…………. ¡y cómo! Es imposible que pueda olvidarlo.

Un viento tremendo del norte barría sin piedad el muelle de Santa Teresita y el mar, muy bajo y aún en bajante, estaba negro, barroso y revuelto, con abundantes cordones de espuma amarillenta, como engrasada. Para la pesca, desmoralizador. Era un soleado aunque desapacible día de octubre, y en toda la mañana de andar bañando selectos cangrejos de la ría, alternando con lenguas de almeja tamaño familiar de la playa frente al vivero, envolviendo arteramente los anzuelos, no había salido nada. Nada de nada. Y eso que los expertos aseguraban (y aún hoy lo hacen) que son las carnadas preferidas de las grandes corvinas negras, y que en estos momentos estábamos en el pico de la temporada para su pesca.

Claro que Neptuno no aportaba, ni de lejos, una cuota de bienestar para los buscados black drums. Ellos se encontrarían a gusto y con hambre –nuevamente cito textual a los sábelotodo- con marea en creciente y sin este maldito mar de leva.

Si hasta los heroicos y curtidos mediomunderos se habían batido en sabia retirada (redero que huye sirve para otra colada). Pero Enrique y yo, solitarios y desprotegidos en la cabecera del deshabitado muelle, nos manteníamos, resignados, al pie de las cañas, agotando las últimas carnadas que nos quedaban.

Desmembrados y pulverizados los cangrejos en el infinito zamarreo en el fondo de las aguas, nuestra provisión de tan preciados cebos finalmente se agotó, y en la emergencia terminamos recurriendo a unos nada frescos trozos de pejerrey. El fondo de la lata, como se suele decir. “Las negras quedarán para mejor ocasión”, mascullamos en voz baja. “Quizás mañana…….”

Finalmente, al mediodía, decimos “-NO VA MÁS”, y emprendemos la vuelta al hotel con el rabo entre las piernas. Pero cuando vamos a encarar la rampa hacia la costa, aparece un hombrecito solitario que arma su equipo, sin dudas un recién llegado. Nos llama la atención su insólita caña ¡de madera! y un oxidado reel giratorio en estado comatoso, cargado con hilo de lino “cuttyhunk”, una auténtica antigüedad que habían usado nuestros abuelos. “¿Y con eso pretende pescar?”, me pregunto. Tiene el inconfundible aspecto de peón de alguna estancia cercana en su día franco, y con seguridad sus elementos son prestados o sacados de algún polvoriento galpón de suministros de campo.

“-EH, DON ¿NO LE SOBRA ALGO DE CARNADA?”, me espeta, mientras maldice en voz baja por una peluca terrible que el ventarrón armó con el hilo en el carrete. ¡Qué iba a tener yo! Pienso decirle “no”, pero recuerdo que acabo de tirar una colita de pejerrey, sobreviviente del último –y prolongado- baño de mar, ya estropeada por mi anzuelo.

Así que vuelvo sobre mis pasos y allí está ella, haciendo caballito entre dos tablas del piso, casi a punto de caer al mar por la rendija, barrida por las inclementes ráfagas. Para evitar que se vuele no dudo en aplicarle un robusto pisotón, de modo que –con cierta vergüenza, reconozco- puedo asirla y entregarle el informe despojo al hombrecito.

Cuando nos retiramos, aún puedo verlo mientras hace un lance al mar, con el resultado de otra galleta de impresionantes dimensiones. Nuevas jaculatorias, mientras recurre al cuchillo para segar los hilos rebeldes.

Me parece tan grotesca la situación...nosotros, con nuestras super cañas norteamericanas Harnell de fibra de vidrio, reeles Squidder con rulemanes, tanza francesa Tortue de nylon, anzuelos Mustad garra de águila, exquisitas carnadas (al menos al principio del día…), y el pobrecito con ese equipo ridículo.

No puedo con mi mal humor de fracasado pescador, así que, con indisimulada ironía y mordacidad le auguro, a gritos, “-¡BUENA PESCA!” y nos vamos al hotel, mientras él se queda solitario por completo en el muelle. “Pobre diablo”, me digo para mis adentros.

Son las dos de la tarde, y el día pesquero está perdido, así que almorzamos como príncipes y luego, de sobremesa, nos ponemos, cuándo no, a retocar brazoladas y limar anzuelos.

Pasan como un par de horas y, de pronto, un confuso alboroto se filtra desde la calle. Voces clamorosas y estentóreas indican que algo muy especial y glorioso está ocurriendo.

Salimos como los bomberos, para encontrarnos en la vereda con un grupo de personas que rodea al mismísimo personaje del muelle, quien lleva sobre sus espaldas, al punto de agobiarlo y hacerlo doblar por la cintura con la cara enrojecida por el esfuerzo, un enorme pez marrón de desproporcionadamente grandes escamas marrones. De inmediato me sale la comparación, inevitable, con el bacalao a espaldas del pescador de la etiqueta de la popular –en aquellas instancias- emulsión de Scott.

El pobre está destruido físicamente porque viene acarreándolo, a la rastra, médano arriba, y jadea hablando entrecortadamente, tartamudeando, embargado por una inmensa emoción.

Trémulo de envidia, tengo que reconocer que hace mucho que yo no veo una presa tan grande. Le calculo, tal vez, 20 kilos. Pero con el veneno interno hirviendo, digo en voz baja al que pueda oírme
“- … ¿TANTO LIO?, ANDAAA, SI NO LLEGA NI A LOS TREINTA KILOS…”.

Por lo que cuenta el hombrecito, su lucha con el pez tuvo connotaciones épicas. Se entabló primero en el muelle donde, al reventar el tambor plástico de su reel, debió enrollarse el hilo a la cintura. Luego, en una cinchada sobrehumana, recorrió toda la pasarela hasta llegar por una escalera lateral a la playa donde, siempre solo, peleó al monstruo cuerpo a cuerpo, logrando vararlo en seco sobre la arena.

“-¿Y QUE BICHO DICE QUE’J ETE?”, pregunta al corrillo que lo rodea en éxtasis. ¡Qué horror, ni siquiera sabe identificarlo! “-CORVINA NEGRA, CORVINA NEGRA”, vociferan casi en trance sus interlocutores, al tiempo en que yo, mudo, devoro mi propia bilis. Yo deseo que la tierra me trague. ¡Semejante corvinaza, y en ese día imposible! ¡Y este nabo, con caña de madera y piolín!

Pero Dios ha dispuesto que mi merecida humillación aún no tenga fin. Empujado por una fuerza irresistible –el divino mandato- me veo obligado a pronunciar palabras que me niego a vocalizar, porque yo sé e-x-a-c-t-a-m-e-n-t-e cuál va a ser la respuesta. En un hilo de voz, tartamudeando, tengo que decirle “-¿CON-CON QUÉ PICÓ, CON -CON ALMEEEJA, NO?”

“-AH, EJ USTÉ -me reconoció- MA QUÉ ALMEJA NI QUÉ NIÑOS FRITOS…CON EL CACHO DE PESCAO QUE ME DIO USTÉ, CON EL CACHO…¿QUÉ,…NO SE ACUERDA…?”

Alberto Enguix