Alberto Enguix

Alberto Enguix

"La trucha embalsamada", por Alberto Enguix

Es una rutina cotidiana. Después de desayunar, comienza una caminata por la alta sierra cordobesa, en La Cumbrecita, a veces por la vera del serpenteante arroyo y otras vadeándolo. Yo, obsesivamente, quiero pescar una trucha, no importa si fontinalis o arco iris, y me han dicho que para conseguirla debo ir muy lejos ¿Cuán lejos? La respuesta es vaga, ambigua: “-POR ALLÁ CERCA DEL DIQUE, PERO MIRE QUE AHORA NO ESTÁ MUY LLENO”. Y bueno. Hoy, dos horas de marcha, mañana, dos y media, y así.

Equipado estoy: caña de spinning Conolon Companion extra light, reel Alcedo Micron, nylon del 14, señuelos varios, todos minúsculos. Más los sandwiches y el agua mineral ¿Copo?, no, para qué. Las expectativas más desorbitadas no llegan al medio kilo. No es una zona de récords, pero que las hay, las hay. Al menos, eso se dice.

Los resultados obtenidos hasta el momento son desalentadores. Nada, ni un toque, aunque los lugares que pesco están absolutamente deshabitados –jamás me encontré con nadie-, las aguas cristalinas y rumorosas, la naturaleza incontaminada. No estoy desilusionado, porque los paisajes solamente valen cualquier precio, y la soledad es una serena compañera.

Sin embargo las truchas me siguen encandilando. ¿Realmente es un cuento lo de que allí las había, o las hay? Se rumorea que cierta vez….allá, en el escondido dique….una arco iris de cinco kilos….cierta vez…no hay fotos, sólo relatos,…el pescador, no identificado...¿Una ficción de los lugareños, hoteleros y demás? No, no puedo admitirlo. Pero entonces ¿por qué no hay otros pescadores por la zona, intentando como yo? Preguntas sin respuestas.

Un lugareño consultado, otro más, me habló de alguien, un paisano, que organiza cabalgatas de largo aliento hacia el otro lado de la sierra, y que suele guiar a pescadores. Me pongo en contacto, pero me desanima la propuesta, porque son como tres días de ida y vuelta, a lomo de caballo, claro, y en demanda de unos arroyos trucheros que, dada la escasez de lluvias de la temporada, probablemente estén secos.

Sin embargo, me indicó cómo llegar, a pie, a otro coto al que yo nunca he ido, y que hasta ignoraba que existiera. Son, calcula, unas tres horas de descenso, algo muy alentador, con unas cuatro de retorno, sierra arriba, cosa que me suena extenuante. Así que, enfervorizado, igual acepto el reto, me tomo un día íntegro, y lo intento.

Llegado al curso de agua, me encuentro con una figurita repetida y decepcionante. El escaso caudal deja muchas piedras en seco, y los que pudieron haber sido pozones, ahora son débiles meandros de agua. Vaya uno a saber adónde habrían ido a refugiarse las benditas truchas, si alguna vez las hubo.

Nueva decepción, y nuevo desafío. Yo no estoy dispuesto a irme sin mi, MI, trucha. A terco no me van a ganar. Replanteo mi estrategia, focalizando las futuras búsquedas en el río que viene del dique, que ya conozco bastante bien, pero solamente en los pools, los pocos que hay en su curso. Comenzaré de mayor a menor, desde el más lejano, y cada día pescaré otro más cercano, y así.

Y la ocasión llega, al fin, y de la manera menos esperada. Cansado de las largas caminatas, y todo por nada, me quedo una tarde en una especie de piletón a unos tres kilómetros del hotel, apenas. Se trata de un pool no muy extenso, pero profundo, que nunca había explorado porque me parecía demasiado cercano a la civilización, cosa que, al parecer, a las truchas no les gusta.

Comienzo arrastrando un diminuto flat-fish verde, sin resultados, como es lo usual. Estoy bastante desmotivado y desatento, sin concentración. Y de pronto la veo. No puedo creerlo, pero está allí. Semioculta por la sombra de una gran piedra, pero recibiendo lateralmente los reflejos de la luz solar, la trucha, MI TRUCHA, está allí, quietita, congelada, imperturbable.

Cambio imperceptiblemente el ángulo de visión, tieso, sin respirar siquiera. El corazón explota, con un ritmo abrumador, ruidoso. Dentro de los reflejos del agua, transparente como vidrio, una forma ahusada, casi irreal, apenas si se destaca. Con seguridad, eso no es musgo. No, no es un delirio mío. Allí HAY una arco iris. Difícil estimar su tamaño. Probablemente trescientos gramos o algo así.

Ella no le hace caso al flat, así que cambio por un oreno, con una maniobra silenciosa, pausada, eterna. Nada. Su cuerpo, espectacularmente moteado y tornasolado, rígido. Sus ojos, como cuentas de vidrio, inexpresivos, apenas si se vislumbran entre los reflejos.

Un consejo de pescadores me llega desde el fondo del subconsciente: “cuando veas a la trucha, no lo dudes, ella te ha visto a vos mucho antes”. Y yo ahora, con los ojos más acostumbrados a las sombras y destellos del agua, la veo mejor que nunca. Más claramente, con su perfil recortado, sin lugar a duda alguna.

Me doy cuenta de que jamás la voy a engañar, ponga el señuelo que le ponga delante de sus propias narices. Así que me siento a contemplarla, y retiro el engaño del agua. Ella está libre en su reino de maravillas. Y yo nunca la conseguiré. Pero tengo la inmensa felicidad de observarla, de devorarla con mis ojos. Es como un emblema de lo salvaje, de lo inconquistable.

Estoy largo rato así, como en misa, pero ya la tarde ha avanzado mucho, y aún tengo que trepar en la caminata de regreso. Me hubiera gustado que nadara, que se moviera, pero no. Parece hibernar. Ojalá el reloj se detuviera ¿Cuándo volveré a contemplar otra vez una cosa así? Nunca, seguramente.

Al fin reacciono, con pena inenarrable. “Se acabó”, me digo, y con la punta de la caña provoco unos chasquidos en el agua, cerca de ella. La superficie ondula, y fue como si se corriera un telón; al restituirse la transparencia y serenidad, la aparición embalsamada ya no está.

Me voy, pero no me arrepiento de esta experiencia. Yo quería una trucha. Y la tuve para mí, acaparada sólo para mí. Nadie pudo compartir esa visión ¿Qué más podría desear?

Alberto Enguix

"El misterio del OSNI", por Alberto Enguix

Las salidas de pesca embarcado que se proponen para los turistas en Punta del Este, no suelen despertar elogios entre los aficionados exigentes. No hay allá, y sospecho que nunca hubo, auténticos guías de pesca, de modo que todo se reduce a salir a cualquier parte, anclar, y dejar que el tiempo transcurra, haya o no pique.

Ni soñar con que el patrón de la lancha, acicateado por su amor propio –que es obvio que lo esconde empeñosamente en su más íntimo interior-, cambie de lugar con frecuencia en busca de los a veces esquivos cardúmenes. Mate, factura y reposo, mucho reposo, es la receta oriental. Con esa filosofía de vida es posible vivir cien o más años, y sin achaques.

De modo que cuando un amigo pescador me propuso llevar su lancha durante el verano esteño, adherí sin retaceos. El libreto a cumplir en cada salida sería variado: el Pozo de Lauro, un waypoint a un par de millas al sur de la caldera, las cercanías de El Monarca y milla y media al sur de las Piedras del Chileno son puntos neurálgicos que suelo visitar, y siempre en alguno de ellos se puede embolsar una buena cosecha, sea de brótolas tan gruesas y grandes como bobas para resistirse, corvinas rubias más que aceptables o pejerreyes de lomo esmeralda de muy buen aspecto y mejor gusto al freirlos.

Yo, sin embargo, tengo un recuerdo recurrente. Cierta tarde algo desapacible, el año anterior, fondeado con un crucero grande a escasa distancia al norte de la isla Gorriti, algo parecido a un misíl se me prendió en un minúsculo anzuelo con el que estaba sacando variada de pequeño porte. Luego de varios rushes escalofriantes, arrancándome hilo del reel con una velocidad alucinante, logré arrimarlo a la plataforma de popa, para encontrarme cara a cara con un tiburón martillo de unos quince kilos.

Desprovisto de bichero, intentamos con el marinero del barco pasarle desde la planchada de popa un cabo estrangulador por la cola, mientras el bicho se revolvía frenéticamente y nos empapaba de pies a cabeza. Pero el anzuelito, que estaba trabado entre sus dientes superiores, no estaba dispuesto a colaborar y cedió, liberándolo. Posteriores indagaciones en la banquina de pescadores profesionales me confirmaron que la presencia de martillos en esa área no era una excepción.

Así que, con esa cuenta pendiente, una mañana muy ventosa propongo que anclemos la lancha al abrigo de la isla, y que intentemos la variada con carnadas un tanto grandes; tal vez tengamos suerte y aparezca un hermano o primo de aquél martillo. O mejor aún, quién sabe, el papá o la mamá.

Decido entonces acercarme a las piedras al norte de la Gorriti, frente a La Mansa, y fondeo por la popa, con mucho cabo, además del par de metros de cadena conectados al ancla. Iniciamos la pesca en unos cinco metros de sondaje, con bastante pique de corvinas medianas.

Como un par de horas después, distraido por las continuas capturas, recién me doy cuenta de que la popa está demasiado baja, la cubierta cerca del agua y el pozo del motor fuera de borda semi-inundado. Alarmado, inspecciono la sentina, pero no hay rastros de agua. Entonces ¿qué es lo que sumerge a la lancha? Pido a la tripulación que se desplace hacia proa, pero para mi sorpresa el apopamiento no varia ni un milímetro.

Nos encontramos en una incomprensible situación. Pequeñas olitas invaden el cockpit en cantidades mínimas, superando el borde más alto del espejo de popa. A todo esto el cabo del fondeo está tan rígido y tirante como si fuera una vara de acero. Pero el descubrimiento que sigue supera toda mi experiencia previa. Desde la popa, a babor y estribor, sendas estelas se abren hacia afuera y hacia la proa.

Inaudito. No cabe la más mínima duda. ALGO, en las profundidades, enganchado tal vez en el ancla o en la cadena, nos está remolcando, lentamente, CONTRA la corriente y el viento. Sucesivas marcaciones visuales a los árboles y piedras de la cercana costa de la Gorriti lo corroboran. Avanzamos a regular velocidad y sin descanso en reversa bajo la innegable potencia de un ALGO que no cabecea ni propaga golpes. Se mueve sereno e imperturbable. Pero ¿qué es ese ALGO capaz de superar incluso a la corriente?

Con grandes precauciones nos preparamos para ceder, súbitamente, unos cuantos metros de cabo. Puede ser una forma de liberarnos del ALGO. Ato el chicote a la otra cornamusa de popa y, con enormes esfuerzos de tres de nosotros, cobramos un par de metros de cabo y soltamos en forma brusca la curva inerte, el seno, entre nuestras manos y la cornamusa hasta ahora activa en popa.

Por un brevísimo instante el espejo de la lancha emerge, pero en segundos, no más, el cabo se templa hasta expeler múltiples gotitas, como estrujado, y se tesa con violencia apenas amortiguada por el estiramiento del mismo. La lancha vibra y se zarandea.

Otra vez estamos embarcando agua por popa, mientras el misterioso ALGO nos sigue remolcando contra viento y marea. A bordo, total desconcierto. Aunque nos armamos con dos filosos cuchillos listos para que, si las cosas empeoran, cortemos el cabo y así nos libremos de la inédita pesadilla.

Desecho la idea de poner el motor en reversa, porque hubiera agravado la inundación, con el riesgo de hacerle una bufanda a la hélice con el cabo. De golpe, igual que como había empezado, el ALGO se desprende, la lancha se nivela, y todo vuelve a la más absoluta normalidad. Han sido como quince o veinte minutos de desorientación y sorpresa. De inmediato levamos el ancla, con la esperanza de que un estudio forense de la misma nos devele el misterio del ALGO.

Pero esta ancla es la más muda y autista del universo. Ninguna huella sobre sus mapas, salvo algo de lodo. Tampoco en la cadena. Nos quedamos mirándonos en silencio. Pensamos “… una tortuga … ¿una carey?... las aguas esteñas no son las de las Galápagos ...”. Nos volvemos al puerto y no comentamos el hecho con nadie porque ¿quién va a creernos?

El ALGO era, evidentemente, ALGO. Nunca sabré de qué se trató. Los ufólogos, contentos. A los supuestos platos voladores habrá que sumar ahora la existencia de un movedizo y forzudo OSNI (objeto sumergido no identificado ... ignoto morador escondido en las semisalobres aguas charrúas.

Alberto Enguix

 

"El gourmet", por Alberto Enguix

La hermosa tarde primaveral se extiende en un interminable bostezo por la escollera norte del puerto de Olivos, en el tramo más cercano a la avenida del Libertador, mientras unos pocos pescadores, tercamente, seguimos a la espera de que alguna boga se digne morder nuestros anzuelos. Sólo una vieja de agua ha picado y, como era grande, hubo que usar el mediomundo “boguero” para izarla, en medio de las maldiciones del dueño porque las espinas del bicho le desgarraron la fina malla de hilo en diversas partes.

Hoy pesquero olvidado, en mejores –y lejanas- épocas su fondo de tosca era una “base de operaciones” de un siempre renovado cardumen de bogas, generalmente de tamaño más que apto para la parrilla. Frecuentemente lo veíamos a “el japonés” en su botecito de madera fondeando a 200 metros un corto espinel, entre la escollera y el bajo fondo Bikini, y sabíamos muy bien que ese lugar era “bogalandia”, en donde ejemplares de 5 y hasta 6 kilos no eran en absoluto extraños, los que posteriormente el oriental vendía, eviscerados, en la misma calle del puerto, a la tardecita. Más frescos, imposible. Sin embargo, rarísima era la vez en que se sacaba más de un ejemplar por pescador, como también lo era que los ejemplares juveniles brillaban –vaya uno a saber por qué- por su total ausencia. En resumen, una buena jornada de pesca típica era capturar solamente un bogón de entre 3 y medio y 4 y medio kilos por pescador.

Pero este día, el del presente relato, tales leporinus, al parecer, mantenían un riguroso régimen de ayuno absoluto. La inmensa mayoría de los pescadores encarnaba con lombriz, y los exquisitos hasta con la blanca pulpa del caracol de río (que entonces, hace sesenta años, era bastante fácil de encontrar, y en cantidad, en las todavía poco contaminadas riberas de nuestro estuario) pero los tecnólogos “de avanzada”, como era mi caso, usábamos unos exóticos ñoquis de pasta que, suponíamos, eran una exquisitez, un caviar para las bogas. Cada uno de nuestra elite era dueño de su propia –y secreta- fórmula: los míos -minimalistas, digamos- estaban amasados con partes iguales de harina de trigo y maíz, ligadas con clara de huevo y fritas para darles mayor consistencia, (de acuerdo, una receta nada imaginativa, reconozco). Finalmente, una rociada con pan rallado, y la inevitable envoltura con un repasador húmedo, mientras mi mamá, pobre, terminaba limpiando el enchastre ocasionado en la cocina. Pero por entoces los pasteros éramos una excepción, puntualizo otra vez, porque la carnada casi universal para tentar a las bogas era un pulpito de vigorosos anélidos. Y, justo es reconocerlo, no había manera de probar la supremacía de una u otra carnada, de modo que los pasteros éramos mirados de reojo y con cierta dosis de sorna por lo gusaneros.

En un momento dado de la aburrida y monótona sesión, un pescador, alto y flaco, de anteojos y tupidos bigotes, se acerca a examinar -sin siquiera pedirme permiso- la lata que contiene mis preciadas bolitas de masa, al tiempo en que mueve la cabeza de un lado a otro y sentencia estentóreamente, sin anestesia ni eufemismos: “-NO, PIBE, CON ESTO NUNCA VAS A PESCAR NADA”.

Rápidamente caigo en la cuenta de que ha hurgado en mis carnadas y no en ninguna de las de los otros, cobardemente amparado en que yo soy un adolescente y podría soportar sus críticas sin chistar, cosa que de seguro no tolerarían los grandotes. Yo, estoicamente me muerdo los labios.

Pero el flaco, ante mi sepulcral silencio, no se rinde fácilmente, y ataca de nuevo, con sonora locuacidad y nada controlada soberbia: “-MIRÁ LA MASA QUE HAGO YO; ÉSTA SI QUE ES BUENA”, al tiempo en que me muestra una lata con unos ñoquicitos de un oscuro color marrón que los hace sospechosamente confundibles con otra cosa, digamos, repugnante. Para mis adentros pienso: “-Y éste ¿de qué me habla si tampoco él ha sacado un pito?”

“-EL SECRETO ESTÁ EN EL EXTRACTO DE CARNE QUE LES PONGO- me confía ahora en voz baja, como para que nadie se entere- PERO TIENE QUE SER MARCA ‘LA NEGRA’, NO OTRA. ‘LA NEGRA’ ¿ME ENTENDÉS?”, subraya, agregando “-YO PROBÉ YA CON OTRAS….PERO ÉSTA ES LA ÚNICA QUE SIRVE. LAS DEMÁS, NO. SON UN FRACASO GARANTIZADO”.

¡Válgame Dios! La Negra, no otra. Casi me largo a reír. La Negra era, en aquellos tiempos, un gran frigorífico, pero mirá que hacerme hincapié en que las bogas solamente comerían algo sazonado con La Negra, y no otra marca. Ni La Blanca, ni Armour, ni Swift (sus competidoras). No, excomulgadas. La Negra, sí, las otras no sirven, era el claro y rotundo mensaje.

Le digo, para sacármelo de encima, que ya trataré de probar otro día haciendo una nueva partida de masa, pero el locuaz personaje –sin duda un auténtico y refinado gourmet- se pone cargoso e insiste en que yo encarne como él, ofreciéndome, casi imponiéndome, un par de sus oscuros ñoquis ¡Qué plomazo el tipo!

Acorralado, no puedo defenderme más, carente de todo sensato argumento, y claudico: saco mi línea del agua y encarno los dos anzuelos con la masa de “La Negra, no otra”, que me entrega ceremoniosamente, casi con religiosa unción. Tanta fe le tengo que, de inmediato, apoyo la caña contra la baranda (la estrella del Pescador 223 abierta, por las dudas, uno nunca sabe ¿viste?), y me alejo como diez metros a un rincón neutral, encogiéndome de hombros y con las manos en los bolsillos, oteando el horizonte, a ver si me puedo despegar de tan pesado personaje.

Pasan unos quince minutos, y la caña se agita. Yo, que estaba mirándola de reojo, no lo puedo creer, y quedo paralizado por la sorpresa. “-¿Se movió? ¿O me pareció?”, murmuro desconfiado, pensando que estaba siendo objeto de alguna broma de los otros pescadores. Pero el flaco, rápido como una centella, se lanza de un brinco, agarra mi caña con ambas manos, clava un par de veces aparatosamente como revoleando el aire, da apenas un par de vueltas a la manija del reel y me grita, triunfante y feliz: “-TOMÁ, TOMÁ, ACÁ ESTÁ TU BOGA”, mientras la Pagni, de brillante lapacho barnizado, se arquea notoriamente, lo que, dada su inherente rigidez, era una más que agradable sorpresa.

Con dos zancadas me arrimo y trémulamente me hago cargo del equipo. Si se trata de una cargada, lo están haciendo muy bien, porque no advierto cómo manipulan el truco. Sin poder articular una sola palabra, me entrego a una lucha con algo oculto por la turbidez de las aguas, aunque pesado y muy veloz. No, no es un chiste, allí hay un maremoto en mi anzuelo. Cuando finalmente aflora, generando un potente borbollón, se desata una histeria colectiva por parte de los demás cañófilos, porque la boga, la mismísima boga, pasa muy cómodamente los cuatro kilos. Mediomundo, aunque destartalado, y arriba.

La conmoción es mayúscula y mis colegas lombriceros, que algo habían estado barruntando acerca de la fea masa del flaco, proceden a saquearle frenéticamente su latita, sin escrúpulos y sin siquiera pedirle permiso, de modo que apenas si puedo rapiñar en el tumulto un par de sus dichosos ñoquis, con los cuales encarno nuevamente.

No se produce ningún pique en las seis o siete cañas, pero por unos diez o quince minutos esta vez estoy con mi caña en mano, horizontal y con el nylon en mi índice derecho, el corazón a 120 y…de repente………… ¡bingo!, allí siento la sutileza casi inmaterial del desconfiado toque de otra boga, mientras transpiro y, con esfuerzo, evito todo movimiento, rígido como un cadáver.

Unos segundos angustiosos más y la boga, con un suave sacudón, se engulle el ñoqui. Rápida clavada, corridas laterales y río adentro, perplejidad entre los colegas -flaco inclusive-, mediomundo, y otra gemela a la anterior, como clonada, saltando sobre el cemento de la calle.

La herejía estaba consumada, con dos soberbios ejemplares. Sin más provisión de la carnada mágica –la propia mía ha sido descalificada por la contundencia los hechos- , y ante la desdicha de todos los demás, que ni un pique han tenido, sólo puedo balbucearle al flaco
“-Me voy, basta para mí, te felicito por tu masa, y muchas gracias”. (Para mis adentros, me digo que si tiro de nuevo y tengo otro pique, éstos me tiran al agua seguro).Trémulamente, y profundamente conmovido, desarmo el equipo, y caminando despacio, con las colas de los robustos bogones sobresaliendo por la boca de la bolsa de loneta azul colgada de (y magullando) mi hombro, llego a la parada del colectivo para volver a casa, donde la dupla tendrá destino de horno. No sé describirlo, pero al irme sentí, a mis espaldas, que unos cuantos pares de ojos de mis colegas cañófilos me fulminaban, tal vez corroídos por su justificable y muy humana envidia.

-“La Negra, no otra”, retumba la frase una y otra vez en mi memoria ... “-La Negra, no otra” ... como decía Ripley: “believe it or not”.

Alberto Enguix

 

"Adiós bacota, adiós", por Alberto Enguix

Estoy al borde del mar, en una arenosa y desolada playa muy cerca del faro Punta Médanos, al sur de Mar de Ajó. El agua está anormalmente verdosa hoy, debido a que se ha aclarado, despojándose de su habitual tono marrón, luego de un par de días de persistente viento del sudeste –ahora muy suave-, y las aguas se encaminan a la bajamar. Una notoria línea de rompientes, a unos 150 metros, marca la cresta del primer banco o lomo de arena y un pozón paralelo a la costa seca, no muy profundo, la separa de mí; esta primer canaleta se delata porque la espuma de las rompientes del mencionado banco se disuelve como por arte de magia sobre ella, y apenas se insinúa luego en la propia orilla, en donde me encuentro.

Hace un rato la vadeé con el agua casi a los hombros y la caña horizontal en andas al tope de mis brazos estirados en lo alto; trepé a continuación el lomo de espuma y, ya más emergido del mar, aunque salpicado por las rompientes, pude lanzar en la segunda vaguada, bastante más alejada de la ribera, un pesado aparejo para tiburón, encarnado con media lisa. Allí, cerca de la espuma, plena de oxigenación, suelen merodear hermosos bacotas. A veces, cuando llegamos a la zona muy temprano y con el Sol saliendo del horizonte y mar sereno, las crestas de las olas dejan transparentar allá a la distancia las ominosas siluetas de los escualos que patrullan a un metro o menos de distancia de la superficie. Una vez efectuado el lance he retornado a la playa, soltando sedal paso tras paso, y ahora, con muy escasa reserva del mismo en el reel, espero la mordida de alguno de ellos.

Ya sé que estoy jugado a perder, porque esto hará problemática la lucha si se prende alguna bestia de 50 kilos o más. Precisamente anteayer pude dominar y encallar en la arena seca a un macho de un porte parecido, tras una hora y pico de dura contienda, y mucha, mucha suerte de parte mía.

Emilio, un jovencito cerca de mí, mientras tanto estrena un reel 4/0, mucho más pesado y fuerte que el que yo uso habitualmente; se lo acabo de vender con algo de culpa, porque sabía que, cargado hasta el tope con nylon del 70, bien podía dominar a un gran escualo, pero lo que no lograría fácilmente es colocar, con un equipo tan poco ágil, la carnada bien lejos, en lo profundo de la segunda canaleta, en donde merodean los escualos.

De las dos opciones, ninguna de las cuales es ideal, prefiero la mía, usando caña y reel livianos, capaces de lograr distancia –ergo, profundidad-, y por consiguiente un probable pique. Dominar luego a un robusto escualo con tan poca reserva de sedal, ya sería cuestión de mucha suerte y alguna habilidad. Si el anzuelo se le inserta en la comisura de las mandíbulas, agarrate Catalina, pero si se lo traga o se clava en el medio de la inferior, yo tendré una chance más favorable en la lucha que sobrevendría.

Pasa un buen rato y, de repente, percibo una fugaz disparada del nylon, el que fluye del reel gracias a que he dejado la estrella del freno abierta, libre. Bajo la puntera de la caña hasta casi tocar la arena, el corazón como redoble de tambor y la respiración contenida, y me apresto a dar un cañazo de aquellos tan pronto intuya que el tiburón, que en estos momentos sin duda está llevando la carnada entre sus dientes, se dispone a engullirla. Y así ocurre.

El golpe de caña es respondido con una fuerte vibración y súbito estiramiento de los ciento y pico metros de nylon desplegados y, como una explosión, sigue la violenta corrida en profundidad, mar afuera. Recurro al freno, moderado, con el pulgar protegido por un dedal de cuero presionando el borde del carrete, dado que el embrague del pequeño reel no soportaría directamente un rush prolongado. El escualo se detiene, pero gira y se desplaza transversalmente de izquierda a derecha. Buen augurio. Eso me permite caminar por la playa acompañando la salida de nylon, y de esta forma consume menos de mis escasos, casi miserables, metros de reserva en el reel. Menos mal que el bicho decidió no seguir rumbo al África en su disparada inicial.

Dos o tres corcoveos más, allá lejos y bien en el fondo, me llegan como mazazos en la punta de los casi cuatro metros de la Harnell, mientras regulo con cuidado el frenado para no comprometer a mi nylon del 45. Sorprendentemente, ahora el bicho, por lo visto cansado, es impulsado por las rompientes en dirección a la playa.

Ya lo tengo en la primera canaleta y vislumbro el triunfo, porque ahora puedo recuperar bastante línea a fuerza de manivela accionada vertiginosamente, recargando el reel. Además las corridas –con la aleta dorsal sobresaliendo del agua, al mejor estilo Spielberg- ya son mucho más cortas y lentas.

Por fin logro acercarlo tanto que, tras una sincronizada maniobra con una ola más alta que las otras que llegaba a la arena seca, queda fuera del agua. Una hembra de menos de dos metros. Sacarle el anzuelo –pinza mediante, claro- y reenviarla a su hogar me toman apenas unos instantes.

Emilio, a todo esto, me mira embriagado por una envidia que le sale por los ojos, mientras yo me siento como responsable de su falta de pique, en vez de alegrarme por mi captura, en un áspero conflicto interno. Le aconsejo recoger y cambiar la carnada, cosa que asimismo hago con la mía, que obviamente ha quedado reducida a un colgajo informe. Nuevamente vadeamos (mientras trato de no pensar si algún bacota andará merodeando en las cercanías), escalamos dificultosamente el lomo entre las rompientes, efectuamos el lanzamiento y retornamos a la arena seca, empuñando de inmediato la caña en posición horizontal y el índice derecho con el tenso nylon justo en su yema.

Un buen rato después después recibo un toque insignificante. Pero parece haber soltado la carnada casi de inmediato. Segundos de tensión y nada. Luego otro toquecito. Otro abandono. Con los nervios crispados, se lo voy comentando en voz baja a Emilio, que está como petrificado al lado mío, con mi garganta seca por la angustia. Tengo (¡otra vez!) un tiburcio allá en la distancia, y es un desconfiado: muerde y suelta repetidas veces.

Luego de interminables momentos, siento por la fuerte vibración que traga el bocado, clavo violentamente con la caña y, no recibiendo en seguida una respuesta de huida, sino todo lo contrario, como indiferencia del pez, en tan fatal instante es cuando un tonto sentimiento de pena culpable me embarga y le digo a Emilio: “-TOMÁ LA CAÑA, ANDÁ, SACALO VOS”.

Al entregársela, el inexperto Emilio atropelladamente aferra con su mano derecha al mismo tiempo la empuñadura y el tenso nylon que emerge del reel, justo en el momento en que el bacota inicia un rush a mil mar adentro. Grita, suelta todo y pliega su cuerpo de dolor sobre la palma de la mano surcada por el profundo corte que le inflinge el nylon. La caña, abandonada ahora sobre la arena, comienza a ser remolcada hacia el mar y yo atino a pisar el mango mientras histéricamente, de bruces, manoteo la estrella del freno del reel para aliviarlo.

En un segundo me doy cuenta de mi error. Creyéndome un sabiondo, desestimé el mensaje de ese pique tan dilatado y receloso. Solamente los grandes tiburones, con sus muchos años de experiencia, son tan quisquillosos al tomar una carnada. No en vano han vivido tanto. Y este es muy, pero muy grande. A una inaudita velocidad me va vaciando el carretel, sin que el frenado adicional del pulgar ‘enguantado’ que le aplico siquiera lo perturbe, al tiempo en que me incorporo a medias, sentándome en la arena con las piernas abiertas y extendidas y los talones clavados en la playa. El embrague del freno del pobre Squidder brama, aúlla como nunca, tal vez a punto de explotar, y la pequeña bobina gira vertiginosa e imparable.

Súbitamente se detiene. En seco. Mal augurio. Las grandes bestias son así, ladinas. Ahora ya sé, tarde por desgracia, que mi rival se vuelve sobre sus pasos y va a morder fieramente la línea, cosa que logra al instante, a pesar que rebobino nylon tan rápido como puedo. O tal vez una parte del sedal se ha rozado contra el fondo de afiladísimas conchillas en una cresta. Por un breve instante retomo la tensión de la línea, pero de golpe el corte y la brusca aflojada me hacen voltear de espaldas sobre la arena. Se ha ido. Nunca más. Si tan sólo me hubiera dedicado a trabajarlo, a cansarlo ni bien tragó la carnada, y no hubiera perdido preciosos momentos delegando la caña en Emilio, el resultado tal vez habría sido diferente.

Dicen que la letra con sangre entra. Yo, desde entonces -60 años atrás-, sé cómo distinguir a un escualo de, tal vez, arriba de los cien kilos de un juvenil de 20. Porque los grandes tocan la carnada con parsimonia y recelo, y si uno los apura desconfían y se van. Nunca debería volver a equivocarme tan groseramente. Sin embargo años después, embarcado frente a la isla de Lobos, un (presunto) y enorme escalandrún volvió a jugarme otra mala pasada, pero tal iniquidad será motivo de un posterior relato porque demostró que a mí un fracaso no me resulta suficiente, de manera que al parecer siempre puedo ser capaz de cometer errores similares a los que me llevaron a él y, como decía Einstein, no esperemos obtener resultados distintos si reiteramos el proceder previo.

Alberto Enguix