"El gourmet", por Alberto Enguix

"El gourmet", por Alberto Enguix

La hermosa tarde primaveral se extiende en un interminable bostezo por la escollera norte del puerto de Olivos, en el tramo más cercano a la avenida del Libertador, mientras unos pocos pescadores, tercamente, seguimos a la espera de que alguna boga se digne morder nuestros anzuelos. Sólo una vieja de agua ha picado y, como era grande, hubo que usar el mediomundo “boguero” para izarla, en medio de las maldiciones del dueño porque las espinas del bicho le desgarraron la fina malla de hilo en diversas partes.

Hoy pesquero olvidado, en mejores –y lejanas- épocas su fondo de tosca era una “base de operaciones” de un siempre renovado cardumen de bogas, generalmente de tamaño más que apto para la parrilla. Frecuentemente lo veíamos a “el japonés” en su botecito de madera fondeando a 200 metros un corto espinel, entre la escollera y el bajo fondo Bikini, y sabíamos muy bien que ese lugar era “bogalandia”, en donde ejemplares de 5 y hasta 6 kilos no eran en absoluto extraños, los que posteriormente el oriental vendía, eviscerados, en la misma calle del puerto, a la tardecita. Más frescos, imposible. Sin embargo, rarísima era la vez en que se sacaba más de un ejemplar por pescador, como también lo era que los ejemplares juveniles brillaban –vaya uno a saber por qué- por su total ausencia. En resumen, una buena jornada de pesca típica era capturar solamente un bogón de entre 3 y medio y 4 y medio kilos por pescador.

Pero este día, el del presente relato, tales leporinus, al parecer, mantenían un riguroso régimen de ayuno absoluto. La inmensa mayoría de los pescadores encarnaba con lombriz, y los exquisitos hasta con la blanca pulpa del caracol de río (que entonces, hace sesenta años, era bastante fácil de encontrar, y en cantidad, en las todavía poco contaminadas riberas de nuestro estuario) pero los tecnólogos “de avanzada”, como era mi caso, usábamos unos exóticos ñoquis de pasta que, suponíamos, eran una exquisitez, un caviar para las bogas. Cada uno de nuestra elite era dueño de su propia –y secreta- fórmula: los míos -minimalistas, digamos- estaban amasados con partes iguales de harina de trigo y maíz, ligadas con clara de huevo y fritas para darles mayor consistencia, (de acuerdo, una receta nada imaginativa, reconozco). Finalmente, una rociada con pan rallado, y la inevitable envoltura con un repasador húmedo, mientras mi mamá, pobre, terminaba limpiando el enchastre ocasionado en la cocina. Pero por entoces los pasteros éramos una excepción, puntualizo otra vez, porque la carnada casi universal para tentar a las bogas era un pulpito de vigorosos anélidos. Y, justo es reconocerlo, no había manera de probar la supremacía de una u otra carnada, de modo que los pasteros éramos mirados de reojo y con cierta dosis de sorna por lo gusaneros.

En un momento dado de la aburrida y monótona sesión, un pescador, alto y flaco, de anteojos y tupidos bigotes, se acerca a examinar -sin siquiera pedirme permiso- la lata que contiene mis preciadas bolitas de masa, al tiempo en que mueve la cabeza de un lado a otro y sentencia estentóreamente, sin anestesia ni eufemismos: “-NO, PIBE, CON ESTO NUNCA VAS A PESCAR NADA”.

Rápidamente caigo en la cuenta de que ha hurgado en mis carnadas y no en ninguna de las de los otros, cobardemente amparado en que yo soy un adolescente y podría soportar sus críticas sin chistar, cosa que de seguro no tolerarían los grandotes. Yo, estoicamente me muerdo los labios.

Pero el flaco, ante mi sepulcral silencio, no se rinde fácilmente, y ataca de nuevo, con sonora locuacidad y nada controlada soberbia: “-MIRÁ LA MASA QUE HAGO YO; ÉSTA SI QUE ES BUENA”, al tiempo en que me muestra una lata con unos ñoquicitos de un oscuro color marrón que los hace sospechosamente confundibles con otra cosa, digamos, repugnante. Para mis adentros pienso: “-Y éste ¿de qué me habla si tampoco él ha sacado un pito?”

“-EL SECRETO ESTÁ EN EL EXTRACTO DE CARNE QUE LES PONGO- me confía ahora en voz baja, como para que nadie se entere- PERO TIENE QUE SER MARCA ‘LA NEGRA’, NO OTRA. ‘LA NEGRA’ ¿ME ENTENDÉS?”, subraya, agregando “-YO PROBÉ YA CON OTRAS….PERO ÉSTA ES LA ÚNICA QUE SIRVE. LAS DEMÁS, NO. SON UN FRACASO GARANTIZADO”.

¡Válgame Dios! La Negra, no otra. Casi me largo a reír. La Negra era, en aquellos tiempos, un gran frigorífico, pero mirá que hacerme hincapié en que las bogas solamente comerían algo sazonado con La Negra, y no otra marca. Ni La Blanca, ni Armour, ni Swift (sus competidoras). No, excomulgadas. La Negra, sí, las otras no sirven, era el claro y rotundo mensaje.

Le digo, para sacármelo de encima, que ya trataré de probar otro día haciendo una nueva partida de masa, pero el locuaz personaje –sin duda un auténtico y refinado gourmet- se pone cargoso e insiste en que yo encarne como él, ofreciéndome, casi imponiéndome, un par de sus oscuros ñoquis ¡Qué plomazo el tipo!

Acorralado, no puedo defenderme más, carente de todo sensato argumento, y claudico: saco mi línea del agua y encarno los dos anzuelos con la masa de “La Negra, no otra”, que me entrega ceremoniosamente, casi con religiosa unción. Tanta fe le tengo que, de inmediato, apoyo la caña contra la baranda (la estrella del Pescador 223 abierta, por las dudas, uno nunca sabe ¿viste?), y me alejo como diez metros a un rincón neutral, encogiéndome de hombros y con las manos en los bolsillos, oteando el horizonte, a ver si me puedo despegar de tan pesado personaje.

Pasan unos quince minutos, y la caña se agita. Yo, que estaba mirándola de reojo, no lo puedo creer, y quedo paralizado por la sorpresa. “-¿Se movió? ¿O me pareció?”, murmuro desconfiado, pensando que estaba siendo objeto de alguna broma de los otros pescadores. Pero el flaco, rápido como una centella, se lanza de un brinco, agarra mi caña con ambas manos, clava un par de veces aparatosamente como revoleando el aire, da apenas un par de vueltas a la manija del reel y me grita, triunfante y feliz: “-TOMÁ, TOMÁ, ACÁ ESTÁ TU BOGA”, mientras la Pagni, de brillante lapacho barnizado, se arquea notoriamente, lo que, dada su inherente rigidez, era una más que agradable sorpresa.

Con dos zancadas me arrimo y trémulamente me hago cargo del equipo. Si se trata de una cargada, lo están haciendo muy bien, porque no advierto cómo manipulan el truco. Sin poder articular una sola palabra, me entrego a una lucha con algo oculto por la turbidez de las aguas, aunque pesado y muy veloz. No, no es un chiste, allí hay un maremoto en mi anzuelo. Cuando finalmente aflora, generando un potente borbollón, se desata una histeria colectiva por parte de los demás cañófilos, porque la boga, la mismísima boga, pasa muy cómodamente los cuatro kilos. Mediomundo, aunque destartalado, y arriba.

La conmoción es mayúscula y mis colegas lombriceros, que algo habían estado barruntando acerca de la fea masa del flaco, proceden a saquearle frenéticamente su latita, sin escrúpulos y sin siquiera pedirle permiso, de modo que apenas si puedo rapiñar en el tumulto un par de sus dichosos ñoquis, con los cuales encarno nuevamente.

No se produce ningún pique en las seis o siete cañas, pero por unos diez o quince minutos esta vez estoy con mi caña en mano, horizontal y con el nylon en mi índice derecho, el corazón a 120 y…de repente………… ¡bingo!, allí siento la sutileza casi inmaterial del desconfiado toque de otra boga, mientras transpiro y, con esfuerzo, evito todo movimiento, rígido como un cadáver.

Unos segundos angustiosos más y la boga, con un suave sacudón, se engulle el ñoqui. Rápida clavada, corridas laterales y río adentro, perplejidad entre los colegas -flaco inclusive-, mediomundo, y otra gemela a la anterior, como clonada, saltando sobre el cemento de la calle.

La herejía estaba consumada, con dos soberbios ejemplares. Sin más provisión de la carnada mágica –la propia mía ha sido descalificada por la contundencia los hechos- , y ante la desdicha de todos los demás, que ni un pique han tenido, sólo puedo balbucearle al flaco
“-Me voy, basta para mí, te felicito por tu masa, y muchas gracias”. (Para mis adentros, me digo que si tiro de nuevo y tengo otro pique, éstos me tiran al agua seguro).Trémulamente, y profundamente conmovido, desarmo el equipo, y caminando despacio, con las colas de los robustos bogones sobresaliendo por la boca de la bolsa de loneta azul colgada de (y magullando) mi hombro, llego a la parada del colectivo para volver a casa, donde la dupla tendrá destino de horno. No sé describirlo, pero al irme sentí, a mis espaldas, que unos cuantos pares de ojos de mis colegas cañófilos me fulminaban, tal vez corroídos por su justificable y muy humana envidia.

-“La Negra, no otra”, retumba la frase una y otra vez en mi memoria ... “-La Negra, no otra” ... como decía Ripley: “believe it or not”.

Alberto Enguix

 

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