"Castigo divino", por Alberto Enguix

"Castigo divino", por Alberto Enguix

El socio Alberto Enguix, quien fuera colaborador de la revista Weekend, nos comparte esta nota inédita que a más de un pescador con generosidad arrepentida le resultará reconocible. A disfrutar de su lectura:

 

Castigo divino, por Alberto Enguix

Ya han pasado más de sesenta años de esto. Pero lo recuerdo nítidamente…………. ¡y cómo! Es imposible que pueda olvidarlo.

Un viento tremendo del norte barría sin piedad el muelle de Santa Teresita y el mar, muy bajo y aún en bajante, estaba negro, barroso y revuelto, con abundantes cordones de espuma amarillenta, como engrasada. Para la pesca, desmoralizador. Era un soleado aunque desapacible día de octubre, y en toda la mañana de andar bañando selectos cangrejos de la ría, alternando con lenguas de almeja tamaño familiar de la playa frente al vivero, envolviendo arteramente los anzuelos, no había salido nada. Nada de nada. Y eso que los expertos aseguraban (y aún hoy lo hacen) que son las carnadas preferidas de las grandes corvinas negras, y que en estos momentos estábamos en el pico de la temporada para su pesca.

Claro que Neptuno no aportaba, ni de lejos, una cuota de bienestar para los buscados black drums. Ellos se encontrarían a gusto y con hambre –nuevamente cito textual a los sábelotodo- con marea en creciente y sin este maldito mar de leva.

Si hasta los heroicos y curtidos mediomunderos se habían batido en sabia retirada (redero que huye sirve para otra colada). Pero Enrique y yo, solitarios y desprotegidos en la cabecera del deshabitado muelle, nos manteníamos, resignados, al pie de las cañas, agotando las últimas carnadas que nos quedaban.

Desmembrados y pulverizados los cangrejos en el infinito zamarreo en el fondo de las aguas, nuestra provisión de tan preciados cebos finalmente se agotó, y en la emergencia terminamos recurriendo a unos nada frescos trozos de pejerrey. El fondo de la lata, como se suele decir. “Las negras quedarán para mejor ocasión”, mascullamos en voz baja. “Quizás mañana…….”

Finalmente, al mediodía, decimos “-NO VA MÁS”, y emprendemos la vuelta al hotel con el rabo entre las piernas. Pero cuando vamos a encarar la rampa hacia la costa, aparece un hombrecito solitario que arma su equipo, sin dudas un recién llegado. Nos llama la atención su insólita caña ¡de madera! y un oxidado reel giratorio en estado comatoso, cargado con hilo de lino “cuttyhunk”, una auténtica antigüedad que habían usado nuestros abuelos. “¿Y con eso pretende pescar?”, me pregunto. Tiene el inconfundible aspecto de peón de alguna estancia cercana en su día franco, y con seguridad sus elementos son prestados o sacados de algún polvoriento galpón de suministros de campo.

“-EH, DON ¿NO LE SOBRA ALGO DE CARNADA?”, me espeta, mientras maldice en voz baja por una peluca terrible que el ventarrón armó con el hilo en el carrete. ¡Qué iba a tener yo! Pienso decirle “no”, pero recuerdo que acabo de tirar una colita de pejerrey, sobreviviente del último –y prolongado- baño de mar, ya estropeada por mi anzuelo.

Así que vuelvo sobre mis pasos y allí está ella, haciendo caballito entre dos tablas del piso, casi a punto de caer al mar por la rendija, barrida por las inclementes ráfagas. Para evitar que se vuele no dudo en aplicarle un robusto pisotón, de modo que –con cierta vergüenza, reconozco- puedo asirla y entregarle el informe despojo al hombrecito.

Cuando nos retiramos, aún puedo verlo mientras hace un lance al mar, con el resultado de otra galleta de impresionantes dimensiones. Nuevas jaculatorias, mientras recurre al cuchillo para segar los hilos rebeldes.

Me parece tan grotesca la situación...nosotros, con nuestras super cañas norteamericanas Harnell de fibra de vidrio, reeles Squidder con rulemanes, tanza francesa Tortue de nylon, anzuelos Mustad garra de águila, exquisitas carnadas (al menos al principio del día…), y el pobrecito con ese equipo ridículo.

No puedo con mi mal humor de fracasado pescador, así que, con indisimulada ironía y mordacidad le auguro, a gritos, “-¡BUENA PESCA!” y nos vamos al hotel, mientras él se queda solitario por completo en el muelle. “Pobre diablo”, me digo para mis adentros.

Son las dos de la tarde, y el día pesquero está perdido, así que almorzamos como príncipes y luego, de sobremesa, nos ponemos, cuándo no, a retocar brazoladas y limar anzuelos.

Pasan como un par de horas y, de pronto, un confuso alboroto se filtra desde la calle. Voces clamorosas y estentóreas indican que algo muy especial y glorioso está ocurriendo.

Salimos como los bomberos, para encontrarnos en la vereda con un grupo de personas que rodea al mismísimo personaje del muelle, quien lleva sobre sus espaldas, al punto de agobiarlo y hacerlo doblar por la cintura con la cara enrojecida por el esfuerzo, un enorme pez marrón de desproporcionadamente grandes escamas marrones. De inmediato me sale la comparación, inevitable, con el bacalao a espaldas del pescador de la etiqueta de la popular –en aquellas instancias- emulsión de Scott.

El pobre está destruido físicamente porque viene acarreándolo, a la rastra, médano arriba, y jadea hablando entrecortadamente, tartamudeando, embargado por una inmensa emoción.

Trémulo de envidia, tengo que reconocer que hace mucho que yo no veo una presa tan grande. Le calculo, tal vez, 20 kilos. Pero con el veneno interno hirviendo, digo en voz baja al que pueda oírme
“- … ¿TANTO LIO?, ANDAAA, SI NO LLEGA NI A LOS TREINTA KILOS…”.

Por lo que cuenta el hombrecito, su lucha con el pez tuvo connotaciones épicas. Se entabló primero en el muelle donde, al reventar el tambor plástico de su reel, debió enrollarse el hilo a la cintura. Luego, en una cinchada sobrehumana, recorrió toda la pasarela hasta llegar por una escalera lateral a la playa donde, siempre solo, peleó al monstruo cuerpo a cuerpo, logrando vararlo en seco sobre la arena.

“-¿Y QUE BICHO DICE QUE’J ETE?”, pregunta al corrillo que lo rodea en éxtasis. ¡Qué horror, ni siquiera sabe identificarlo! “-CORVINA NEGRA, CORVINA NEGRA”, vociferan casi en trance sus interlocutores, al tiempo en que yo, mudo, devoro mi propia bilis. Yo deseo que la tierra me trague. ¡Semejante corvinaza, y en ese día imposible! ¡Y este nabo, con caña de madera y piolín!

Pero Dios ha dispuesto que mi merecida humillación aún no tenga fin. Empujado por una fuerza irresistible –el divino mandato- me veo obligado a pronunciar palabras que me niego a vocalizar, porque yo sé e-x-a-c-t-a-m-e-n-t-e cuál va a ser la respuesta. En un hilo de voz, tartamudeando, tengo que decirle “-¿CON-CON QUÉ PICÓ, CON -CON ALMEEEJA, NO?”

“-AH, EJ USTÉ -me reconoció- MA QUÉ ALMEJA NI QUÉ NIÑOS FRITOS…CON EL CACHO DE PESCAO QUE ME DIO USTÉ, CON EL CACHO…¿QUÉ,…NO SE ACUERDA…?”

Alberto Enguix

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